¿Es verdad que los museos son un templo genuino del aburrimiento?...
Entre cuatro paredes y envueltos en un claroscuro que enfoca las obras,
todo parece estar dispuesto a la perfección para inducir un trance
hipnótico que lleva al sueño. El silencio y la rigidez se apoderan de una
sala ante una atmósfera de culto que prima la individualidad sobre todo lo
demás. ¿Qué es lo que provoca la negativa de visitar una exposición y pasar el
día dentro de un museo? ¿Por qué las exhibiciones, en vez de atraer a miles de
personas y acercar la cultura al público, se conforman como espacios de culto
ajenos a lo popular?
Los
museos discriminan
El argumento por antonomasia de los promotores de la cultura para justificar la inasistencia del gran público a las exhibiciones yace en la ignorancia del grueso de la población. Bajo esta lógica, los organismos encargados de los museos afirman que los espacios están abiertos al público y que, mediante campañas publicitarias, promueven la asistencia a un sitio expositivo, pero olvidan que crean una distinción clara entre entendidos e ignorantes que aleja al mundo de las salas. Mientras los primeros disfrutan como niños —no sin cierta pedantería— de cada espacio de la exhibición con un toque desgastado de conocedor innato e incluso, vierten comentarios de la jerga especializada que exigen ciertos campos del conocimiento como el arte; los ignorantes recorren sin más, con toda la curiosidad pero sin ninguna señal lo bastante clara como para interesarse de lleno en lo que se muestra.
Los museos y la escuela
Una relación tormentosa que en gran medida contribuye a la pésima reputación que tienen los museos en los más pequeños. Entre las formas más crueles de arruinar un fin de semana para un estudiante de nivel básico, está la visita obligada a un museo. El problema inicia desde la forma de enseñanza de la Historia, que abre un almanaque enorme de datos —fechas, sitios históricos, héroes, villanos— sin sentido o conexión alguna con la única peculiaridad de ser parte del pasado y al mismo tiempo objeto de estudio, veneración y respeto.
Una expresión inequívoca del fracaso de la pedagogía está en los cuestionarios que los estudiantes deben llenar para corroborar su asistencia a una exposición. Libreta en mano, los jóvenes se deslizan entre salas con premura y, mientras esquivan fantasmas grises, discriminan con la mirada entre lo que significa una pregunta menos y todo aquello que no aporta nada. Se trata de la quijotesca empresa de organizar un texto sin coherencia que se compone de fichas técnicas, hojas de sala y todo cuanto se puede leer en una exposición sin siquiera fijar la atención en los objetos que forman la exhibición.